
Spoiler alert: la entrada más cara no es para una avant-premiere ni para un festival internacional. Es para ir un martes cualquiera, con 2×1, a ver Amores Materialistas de Celine Song en una sala común de Hoyts.
Sí, leyeron bien. $17.000 por dos entradas, lo que deja un valor real de $8.500 por persona. Y eso usando un beneficio. Sin promo, el número es incluso más doloroso. Según un informe de Spoiler Time sobre precios de entradas en 26 países de Latinoamérica y el Caribe, Argentina ocupa el segundo puesto en la región, con un promedio de US$8,45 por boleto, sólo superada por Chile (US$9,20). Detrás viene Guyana (US$8) y bastante más abajo México, con apenas US$3,50 por entrada.
¿La muestra? Amplia. Incluye desde Haití y Cuba hasta Guayana Francesa, y toma como base el dólar a MXN$18,74. El resultado pinta un mapa preocupante: ir al cine en Argentina hoy cuesta más que en casi toda Latinoamérica.

Pero más allá del dato frío, lo que duele es la sensación. Porque ir al cine no es como ir a comer afuera o comprarte una remera: ir al cine es formar parte de una experiencia artística colectiva. Y si esa experiencia se vuelve inaccesible, algo se rompe.
No hablo solo como espectador indignado, sino como escritor, docente de guion y militante del storytelling: necesitamos que la gente siga yendo al cine. No sólo para sostener la industria, sino para formar nuevas generaciones de creadores. Nadie se enamora del cine viendo todo doblado en 720p en el celular mientras lava los platos. Uno se enamora en la sala oscura, con sonido envolvente, pantalla gigante y la promesa de que por 90 minutos vas a entrar en otro mundo.
Y ojo, no estoy diciendo que no haya que ver películas en casa. Al contrario. Pero el primer flechazo, el que te cambia para siempre, necesita el contexto correcto. Como toda gran historia.
Por eso, este es un llamado a que repensemos el acceso al cine. Porque si una entrada cuesta lo mismo que una compra semanal en el súper, entonces algo está fallando en la ecuación cultural. Y no es solo una cuestión de oferta y demanda: es una cuestión de identidad, de espíritu, de lo que queremos que nos represente como país.
Que ir al cine no sea un lujo. Que no haga falta usar un 2×1 para poder ver una historia que quizás te inspire a contar la tuya. Porque si queremos activar artistas de nuestras tierras —en mente y en espíritu—, el cine no puede ser sólo para quienes pueden pagarlo.
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